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De fantasmas y desechables

De fantasmas y desechables Salvador Salazar

Amanece en la ciudad fronteriza con los Estados Unidos, y como todos los días, comienza a desplazarse decenas de individuos, en su mayoría varones adultos, algunos jóvenes, que se alistan en una fila improvisada con cinta amarilla –de aquellas utilizadas para alertar sobre el trabajo de alguna obra que impide el tránsito- esperando el llamado de un grupo de jóvenes integrantes del “Desayunador Padre Chava”, quienes han asumido el trabajo de apoyar con alimento, a todos aquellos que simplemente deambulan como fantasmas sin ser observados por una ciudad que se mueve en los tiempos dictados por  el flujo vehicular.

Junto al desayunador, que con limitados recursos económicos cubre lo que el estado mexicano y toda su maquinaria se ha encargado de abandonar, se encuentra el llamado bordo. Un enorme dique, de 100 o 150 metros de ancho, que cruza gran parte de la ciudad encauzando el  “rio” que corre a través de una pequeña canaleta en su centro. En los muros, pinturas elaboradas por algún artista urbano que encontró el lugar para plasmar relatos ligados a anclajes identitarios incipientes que siguen prevaleciendo en la retórica nacionalista –desde un gran jaguar, hasta el dibujo de integrantes del equipo local profesional de fut bol-. En los extremos, un camino de tierra paralelo al enorme dique. Conforme transitas en dirección al centro de la ciudad, donde se ubica el cruce fronterizo para ingresar a los Estados Unidos, se observa deambular  aquellos que todos los días simplemente se desplazan con la intención de buscar o encontrar algún resguardo que aminore su deseo anulado de cruzar al país vecino. Migrantes en su mayoría, enfrenta la realidad de un pertrecho amurallado que anula las posibilidades de ingresar a un país, terminando a la deriva y a la espera en un lugar que simplemente se encarga de contabilizar espectros.

En este escenario de fantasmas, surge otro drama que nos deja ver la barbarie sistémica que resulta de una clara erosión del pacto social prevaleciente en el proyecto tardocapitalista. Decenas de individuos en su mayoría hombres, que sentados en alguna cobija abandonada,  acostados sobre periódicos o cartones, o  en el mejor de los casos en algún colchón derruido, con la mirada perdida, están simplemente ahí, cuerpos inertes, desechados por un mundo para el cual solo cargan con la marca necesaria de una moralidad excluyente. Debajo de un paso a desnivel, en el metal y cemento que sostiene el cruce de cientos de vehículos que por arriba transitan rápidamente, “el morro” un joven moreno, delgado,  bajo de estatura, vive junto con sus dos hermanos  utilizando  la estructura de metal como cajones improvisados para guardar vasos usados, cartones, alguna bosa de comida en claro estado de descomposición, con una pequeña perra llamada “luna”   atada a una de las trabes de metal.

Caminando por este trayecto de tierra, cruzando con individuos que simplemente bajan la cabeza como si pensaran en algo distante, al pasar por debajo del puente, encontré por primera vez con este joven. Sobresalía su cabeza, y  el cuerpo resguardado por la pequeña cavidad. Al saludarlo y ofrecerle una paleta, me respondió con voz cortante, “tú que haces aquí”, “¿estás perdido?”. Sonreí, tratando rápidamente de responder. “No estoy perdido” con una sonrisa, “simplemente caminaba por aquí regalando algunos dulces”. Se incorporó rápidamente descubriendo el resto de su cuerpo. Pregunté “¿vives solo?”, y mirando a un costado respondió que no, que vivía con dos hermanos, uno de ellos seguía acostado “tumbado”, y el mayor se había ido por la noche a trabajar. Pregunté “¿en qué trabaja tu carnal el mayor?”, valiéndome  del uso de lenguaje con términos no tan formales,    “se fue a robar, a alguna casa, ¿Por qué?, “no por nada, y tu otro hermano ¿está descansando?. Guardaba silencio, y tomaba en voz baja la palabra. “¿y qué vas a hacer, quieres ir pa allá donde están los otros?”, me pregunta mientras se coloca en la cabeza una pequeña gorra vieja. “¿Por qué, qué hay allá?”, respondí girando la mirada a lo largo del canal. “Pos están los otros, allá la consigues, ¿tú no la usas?”, mostrándome una jeringa de insulina, entendí que refería al uso de alguna droga. “Te acompaño para que no te hagan daño”, me dice. Acepté, y en un brinco mostrando su habilidad para moverse en la estructura de metal, bajó hasta donde estaba. “Pero me das otra paleta”, refirió mientras comenzamos nuestro camino.

La Encuesta Nacional de Adicciones 2011, generada por la Secretaría de Salud del gobierno federal, da a conocer que en las ciudades de la frontera norte de México,  se ha incrementado el consumo de heroína vía intravenosa favoreciendo con ello enfermedades como  el VIH o la hepatitis C.  Si bien, en comparación con  otros países, sobre todo  nuestro vecino del norte considerado el mercado de mayor consumo a nivel mundial, en el caso de México todavía no muestra un crecimiento significativo. El análisis a fondo de la problemática constituye uno de los esfuerzos que no solo se han planteado en la academia y el sistema de salud pública, sino en organizaciones de la sociedad civil que observan al consumo de drogas como una de las principales amenazas, junto a la violencia,  resultado del narcotráfico en la mayoría de las regiones del país. Mientras caminamos,  platicaba su trayectoria de vida que dio como resultado las condiciones actuales en las que vive. Tiene cuatro años en Tijuana, no conoció a su papá, y su mamá  abandonó a él y sus hermanos cuando eran pequeños. Sólo supieron por un tío que ella se fue a vivir “al otro lado”, y con esa intención inicial decidieron trasladarse a Tijuana en una búsqueda sin ningún dato.

En un momento,  pide  nos detengamos en una piedra. Nos sentamos y me volvió a preguntar “¿seguro que no quieres que te ponga?”. Le pregunté a qué se refería, y de una bolsa de la pantalonera vieja, sacó un pequeño envoltorio y una jeringa de insulina que claramente mostraba  usos en otros momentos. Toma una cuchara que encontró con la mirada atenta en un montón de basura, y con la destreza obvia de la experiencia, colocó una pequeña piedra negra en la cuchara y comenzó a frotarla con un poco de agua que tomó del cauce del arroyo. Sacó de otra bolsa un  cigarro,  y cortando un pequeño trozo del filtro, llenó la jeringa hasta dejar la cuchara sin ningún resto de la substancia. Mientras observaba, repetía la frase “ahora sí vera como se me compone la mirada”. En un desconocimiento por mi parte en el uso de drogas, tenía presente que se inyectaba en alguna vena del brazo.  Mi sorpresa fue al usar un fragmento de espejo, para inyectar la substancia en el cuello. Unos minutos de silencio siguieron. El efecto que comenzaba a estar presente en “el morro”, pero sobre todo  lo pasmado que quedé de observar la forma en que ya debía inyectarse la substancia. La razón, varios años que terminan por afectar en el resto de su cuerpo las arterias y/o venas.

Después de unos minutos, en que su mirada se ve perdida moviendo la cabeza de un lado a otro, recupera poco a poco la conciencia y mirándome dice “ya me veo distinto, ¿verdad?”. Seguimos caminando y al llegar a uno de los túneles que se generan por el paso de un desnivel para vehículos, sentados, algunos en el suelo, acostados, decenas de individuos inertes o al igual que “el morro”, en la preparación de la substancia que suministrarán a sus cuerpos. La inquietud prevaleciente en la mayoría al verme, es por la constante amenaza de alguna camioneta de la policía, que con sus redadas llevan a cabo una persecución permanente que da como resultado el encierro por varias noches, o ser golpeados para que “canten” sobre quien les vende la droga o en qué lugar la consiguen.

El brazo duro y operativo de los gobiernos. Bajo el argumento de establecer el “orden público”, en los últimos años la policía ha demostrado ser una instancia de contención o aniquilamiento a favor de todo aquellos marcado como amenaza.  Convencidos de que no era un integrante de la policía, quienes estaban preparando la heroína continuaron con el ritual de inyectarse, mientras continuábamos nuestro caminar en medio de basura, cuerpos desechados, y otros más que caminaban sin rumbo definido simplemente esperando que concluyera un día más. 

Durante el resto estuve con “el morro” y su hermano. El trabajo de lavar vidrios de automóviles, que estaban en “la línea” esperando desplazarse para llegar a la garita e ingresar a los Estados Unidos. De tres a cuatro horas estuvimos ahí, tomando simplemente agua de una llave que era utilizada para el riego de los prados de una gasolinera. Un buen día comparado con otros, ya que obtuvieron entre ambos la cantidad de setenta y dos pesos. De regreso, nuevamente ingresaron a uno de los túneles ubicado a lo largo del bordo, al salir esconden entre la ropa tres  pequeños envoltorios, los cuales costaron cada uno 25 pesos. Entendí que era momento de retirarme.

 Sin la intención de anecdotizar la experiencia, y no reducir a una lectura de patología propia de visiones que marcan como individuos “perdidos”, encontrando un pequeño momento de “placer” con el consumo de la substancia. La vigilancia constante de la policía, constituye no una estrategia para favorecer “la seguridad” de quien necesita ser trasladado a un centro de salud y atenderse por los efectos de la droga. La participación de la policía, y sobre todo su estrategia de detención y resguardo en lugares donde se oculten a estos individuos,  es la reducción o límite que el propio estado mexicano ha establecido en tanto instancia de seguridad y su política de  mano dura, para controlar estos  escenarios de precariedad que permita el desarrollo y crecimiento de otros espacios de privilegio. Llama  la atención que “el bordo”,  lugar en el que se ubican estos individuos desechables, está a unos metros de una de las zonas de la ciudad caracterizada por escenificar la presencia del privilegio.   Centros comerciales, restaurantes, bares, bancos, edificios corporativos, conviven junto a un camino de tierra y sus fantasmas: la polarización de la vida, y la exclusión de una mayoría  encuentra su mayor expresión en la fabricación de los desechables.

 

Pd. Tijuana, Juárez, Nuevo Laredo, Matamoros, la lista sigue y sigue. Lugares  ejemplifican el  cinismo de gobiernos y otros actores que buscan resguardar sus condiciones de privilegio. Programas de “atención” a la vulnerabilidad siguen estando presentes en la retórica cínica de los gobiernos y sus funcionarios. En la realidad, reformas legales que sólo darán como resultado el incremente de quienes sobreviven día a día perdiendo cualquier esperanza de certidumbre y expectativa de vida; altos salarios a funcionarios que han encontrado en el mercadeo político, el lugar para utilizar la vulnerabilidad como recurso electorero y brincar de puesto en puesto, gozando de los privilegios junto a otros;  iniciativas de una sociedad civil que con lo mínimo carga con la responsabilidad, que el Estado ha sido hábil en reducir a la administración de despensas caducas. En fin, pero “el morro” y sus hermanos, y otros tantos, otros muchos, siguen y siguen enfrentando cada día la posibilidad de vivir, de ir más allá de una aparente rendición.

 

 

 

 

 

Información adicional

  • Por: : Salvador Salazar
  • Fecha: 27 de abril de 2014

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