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Alejandro Vélez

Alejandro Vélez

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Al joven estudiante Marcelo Laguarda Dávila lo mantuvieron arraigado 55 días en las oficinas de la Policía Ministerial de Nuevo León acusado de homicidio; lo torturaron y finalmente confesó un asesinato que no cometió, según Human Rights Watch. Fue sentenciado a 42 años de prisión. Su caso ha sido emblemático para las organizaciones de derechos humanos que denuncian la ilegalidad de la medida de arraigo, una forma de detención arbitraria, que atenta contra la presunción de inocencia y el derecho a la libertad, algo que permite, primero detener, y luego investigar.

 

 

Por Alberto Sladogna[i]

Para salir del pozo hay que dejar de cavar. Proverbio en chino

 

Paco Ignacio Taibo II dio a conocer un sueño (La Jornada, 4 de diciembre: "Las señales del futuro invierno"). Paco escribió:

"En la noche sueño con que he perdido mis zapatos negros. Alguien me los quitó y tengo que caminar descalzo por las calles. Es un sueño absurdo, obsesivo. Supongo que tendrá que ver con las fotos de los zapatos abandonados después de la matanza de Tlatelolco o con aquella manifestación del 26 de julio de 1968 cuando los granaderos nos cercaron en la calle de Palma y durante un cuarto de hora estuvieron macaneando al grupo de estudiantes que éramos. Se alejaban, volvían, se acercaban a las primeras filas, toleteaban y se retiraban. No teníamos salida y el millar de nosotros se hacía bolita pisándonos. Y entonces perdí un zapato ¿El sueño es una advertencia? ¿Retornan los oscuros tiempos? Tendremos que pararlos."

 

Por Pablo Reyna

(...) nuestro tiempo fue de muerte para florecer la vida, la dignidad, la justicia, la paz y la memoria (...)

 

EPITAFIO MÁRTIRES DE ACTEAL

la neblina cubre tus alturas,
tierra de colores y montañas,
como quien quiere protegerte
tal vez del frío....
tal vez de la obscura noche...
seguramente del olvido.

Por Cordelia Rizzo

A mis compañeros y compañeras de viaje

 

El sábado 1ro de diciembre se encontraron dos modos de confrontar al poder. Tras haber transformado el espacio de la banqueta de la calle Juárez con la magia de nuestros pañuelos, atestiguamos lo fácil que podía devenir la paz de esa franja de la avenida en un emblema de la catástrofe social. Teníamos meses de trabajo dedicados a buscar bordar, con el cuidado debido, la mayor cantidad de pañuelos para extender nuestra conquista pacífica todo lo posible. En una nada, de minutos, la calle quedó hecha garras, las bancas movidas, las paredes grafiteadas, los vidrios rotos, las personas angustiadas, los bordadores/as en pasmo y llanto, varios pañuelos, entre ellos el que mi mamá le había bordado a un migrante no identificado, salpicados de sangre.

 

Mi papá una vez fue migrante dentro de su propio país y por su color de piel y acento lo confundieron con guatemalteco, salvadoreño y hasta peruano. Pero es chiapaneco. Y es ahora cuando entiendo por qué los militares lo veían raro o le pedían identificación cuando viajábamos a Chiapas.

 

Gracias a él, aprendía querer su estado y a conocer la gente que venía de Guatemala a buscar si no un futuro, al menos comida para el viaje.

 

Publicado originalmente en SINEMBARGO.MX

No es un santo. No es un héroe. Javier Valdez Cárdenas (Culiacán, Sinaloa, 1967) es lo que, podríamos decir, sencillamente un hombre. Quizás por eso es difícil hacer esta entrevista. Se trata de un colega de la misma edad, idénticas motivaciones, igual pasión por un oficio, el de periodista, que no ha elegido su circunstancia. En medio de la absurda guerra en contra del narcotráfico, emprendida por el gobierno de Felipe Calderón, ni siquiera decidió hacerse corresponsal aventurero para contar desde el campo de batalla de qué lado cuecen las balas; es la sangre la que ha pasado por la puerta de su casa, es la gran herida abierta de miles y miles de torturados, desaparecidos y asesinados la que fue a buscarlo al escritorio de su redacción.

 

Por Eduardo Ortiz León

Dedicado a quienes hacen de su lucha diaria para vivir el mejor homenaje a su tierra y no la dejan

 

Son la una cinco cinco ya voy saliendo rumbo a Choix, mi tío Manuel maneja no veo nada de momento clavado en el face y mis mensajes, voy a visitar a la familia, mi padre y uno que otro hermano que recale de milagro pues no acostumbran ir mas que en navidad los que mas lejos viven como yo y siempre que puedan, aprovechando que está mi hijo Iván allá y venirme con el de vuelta a Caborca.

 

Por Rodrigo Méndez

Para Jessica y Claudia Trejo.

Es lunes 3 de Diciembre de 2012, son casi las diez de la noche y estoy en un café donde finalmente decido sentarme a escribir ya después de haber pensado en lo que ha pasado estos últimos días.

 

En esta ciudad no ha pasado nada.

 

Cuento cuantos cuerpos. Los cuento completos, los cuento en partes y a veces se cuenta también la única prenda que quedó. Cuento los días que falta para terminar de contar. Sueño conocer los días que faltan para que esto termine. Cuento los corazones de los cuerpos, cuento el dolor de sus familias, cuento el terror de los testigos, cuento la aparente indiferencia de los reporteros y cuento las pesadillas que invaden sus noches. Cuento también contadores, cuento su tristeza al contar, cuento también su deseo de hacer algo porque esto termine y con todas estas cuentas, cuento esperanzas y consuelo.

Publicado originalmente en Vice

 

I. “Todos los jueves jugaba con mi compadre al dominó. A veces nos veíamos en los mariscos que estaban cerca de uno de sus cantones, pero esa vez nos vimos en una florería que el bato tenía en una zona más o menos fresona. Toda la bola de cabrones que nos juntábamos acostumbrábamos ponernos hasta el culo. Y aún así, la neta, estaba curada; o sea: agarrábamos cotorreo leve, que un güey contaba chistes, que ji-ji-jí, que ja-ja-já, que a toda madre. Nadie la hacía de pedo. La bronca era, al menos para mí, que siempre era un pinche pleito con mi ruca: siempre me hacía un pancho porque ya sabía que los que nos juntábamos éramos una bola de borrachos.

 

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