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Nos escribe Lorena Marron, prima de Adriana Morlett

Adriana Morlett Adriana Morlett Adriana Morlett

No puedo escribir una frase más hasta no teclear primero su nombre: Adriana Morlett. Adriana y yo crecimos, no azarosamente, en el mismo puerto: compartimos los mismos bisabuelos, acapulqueños ellos y acapulqueñas nosotras. Entusiastas, asistimos por muchos años a la misma clase de danza y nos encontrábamos en las tradicionales piñatas, en las anuales y monumentales posadas familiares, en uno que otro Año Nuevo. Hasta hace poco más de un año vivíamos, además, en la misma ciudad: ya no Acapulco sino la ciudad de México. Ella, más joven que yo, estudiaba arquitectura en la UNAM. Ella, se dice, tomó un taxi el 6 de septiembre de 2010 cerca de la Universidad. Es lo último que se supo de ella.

Cuando me enteré que Adriana había desaparecido, me entristecí profundamente. No había consuelo para nadie. A partir de entonces comenzó la búsqueda, la espera y el silencio. Una especie de luto: porque sabemos que en México las mujeres que desaparecen no regresan vivas. Hay otros países donde la gente sigue contemplando la posibilidad de que sus seres queridos se vayan “mientras duermen”: no en México.

 

Nos tranquiliza saber la causa del fallecimiento de nuestros muertos, el lugar y la hora; nos gusta llenarnos de datos ante el vacío y la tristeza. En algunas sociedades la muerte es acompañada con canapés, anécdotas, hasta emotivos discursos: no en México.

 

Ayer nos topamos con la noticia mientras revisábamos el periódico: los restos que se encontraron el 17 de diciembre de 2010 en la carretera México-Ajusco corresponden, efectivamente, a los de Adriana Morlett, a los de Adrianita, mi prima.

¿Cómo murió?

¿Dónde?

¿Cuándo?

¿Quiénes?

Silencio, vacío.

Espero algún día poder hacerme otras preguntas.

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