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Carta contra un símbolo podrido. A un año del asesinato del periodista Humberto Millán

Culiacán Rosales, Sinaloa, viernes 3 de agosto de 2012.

 

Estimado Humberto.-

Imagino ahora cómo te arrojaron en la parte trasera de tu siempre impecable camioneta Tahoe, la misma en que te secuestraron al amparo de las sombras de una noche a punto de concluir, amenazándote con gritos, insultos y el frío cañón de armas de fuego aplastándote los costados y la cara. Segundos antes eras un periodista en camino a la estación de radio, listo, como todos los días, para iniciar a las seis quince de la mañana nuestro programa de análisis político “Sin Ambages”. Un minuto después no eras nada, no eras nadie.

Eras, a lo sumo, ese bulto molesto y sin valor que se arroja con desprecio al automóvil y que más tarde, en algún lugar lejano, será desechado sin escrúpulo.

 

Pienso en el uso de la fuerza innecesaria, en las palabras terribles, en las amenazas que te dijeron los criminales para mantenerte sometido. Es posible que te hayan susurrado al oído, con delectación insana, algún mensaje exclusivo del poderoso que había ordenado privarte de la libertad. Así es la barbarie que actualmente impera en México: se solaza en una maldad ascendente y sin sentido…

***

 

Imagino al delincuente que conduce tu propia camioneta por la salida norte de Culiacán, sobre la carretera libre con dirección a los Mochis, fingiendo tranquilidad de turista pero con el corazón agitado. Quizás sea la primera vez que comete un delito como éste, la primera vez que siente que la vida de otra persona depende de él, sensación de poder la más contradictoriamente abrumadora y placentera que ha experimentado el ser humano a lo largo de la historia.

Los demás bandidos, probablemente con más experiencia, puede que se diviertan pensando en qué harás cuando te llegue la hora, si llorarás como una niña, si suplicarás vergonzantemente, si harás alguna tentadora oferta –nunca se sabe-, o si intentarás huir con desesperación de animal acorralado. Pensarán en esos posibles escenarios, o en que pronto será la hora del desayuno, mientras tú, seguramente sofocado todavía por la sorpresa del ataque y el temor de sus consecuencias quisieras convencerte de que aquello no está sucediendo; que -como en casos parecidos nos invita a creer un lugar común- sólo se trata de una pesadilla demasiado real de la que pronto despertarás.

Pero no. Aprietas el puño. Sientes la tensión en tus dedos, las uñas hundiéndose en la palma de tus manos. No estás dormido. Esto es real. Sientes el convulsivo palpitar de tu corazón. Tumbado bocabajo en la oscuridad, logas mirar de soslayo cómo los primeros rayos del sol preñan de claridad las gotas de lluvia que se aferran al cristal de la ventana. No estás dormido. La camioneta sigue su marcha por el camino de asfalto. Desacelera. Desciende al acotamiento. Toma un camino irregular. Sabes que no estás lejos de casa porque el viaje, aunque te ha parecido eterno, no debió durar más de diez minutos. Por alguna razón piensas que aquello es una mala señal, presentimiento que confirmas cuando el vehículo se detiene de improviso. Te bajan a empellones. Observas que están a mitad de un campo solitario y húmedo.

La mañana es fresca. El sol ya debería lucir su grandeza sobre las cumbres de la Sierra Madre Occidental, pero las nubes no lo han dejado. Parece que será un día lluvioso. Aunque te hacen caminar por el lodo, te parece que la lluvia reciente y la hierba macerada huelen como debió oler el mundo al principio del tiempo, pensamiento agradable que te invita a creer que aún hay esperanza, a creer que toda esta escena puede quedar en un simple aviso.

Por muchas vías, los poderosos te han pedido ser menos frontal. Abstenerte de tocar ciertos temas, a determinados personajes. Siempre creíste que acceder era rebajar tu calidad de periodista. “Mientras más te agachas, más enseñas el sisirisco”, has dicho innumerables veces. Nunca has estado dispuesto a ceder, pero quizá ahora, ante una ‘advertencia’ tan extremada, empieces a reconocer que debes cambiar la estrategia, incluso a valorar la idea de mudar de domicilio, aunque sea temporalmente…

***

 

“Puedo cambiar de domicilio, pero de ocupación, ¿cómo, licenciado? –dijiste el 2008, cuando ante la embestida gubernamental te viste forzado a cerrar ‘por exceso de fondos’ el Semanario A Discusión, proyecto periodístico de once años de existencia-. Yo sólo sé ser periodista. Periodismo es lo único que sé hacer. Y lo que es peor: nunca he cotizado al seguro social. No tengo derecho ni a una pensión. Y aún si lo tuviera, ¿cree que podría vivir con miserables tres mil pesos al mes?”, “No señor, no se equivoque –te contesté haciendo alarde de mis conocimientos jurídicos- la pensión mínima garantizada para este año apenas rebasa los mil quinientos pesos.”

Por eso, ahora que lo pienso en voz alta, suena ridículo. ¿Cambiar de estrategia, tú? ¿El que contaba ufano cómo hace más de dos décadas había denunciado públicamente las amenazas que te hicieron, frente a tu familia, los militares al mando del General Reta Trigos? ¿El mismo que se atrevió a tratar de tú y sin contemplaciones de ningún tipo a casi toda la clase política de Sinaloa? No lo creo.

Por la fuerza nadie nunca había podido reducirte. “A mí me compran con una taza de café –decías siempre-; como amigo tengo fallas, pero como enemigo soy perfecto”. Y en otras ocasiones: “Paciencia, licenciado. Paciencia. Siéntese a la puerta de su casa, y verá el cadáver de su enemigo pasar”. Y cuando las cosas se ponían difíciles, ¿no decías siempre que quien se decide a entrar al club de los chingazos debe estar consciente de que más de alguno le va a tocar…?

***

 

Será por el viento leve que mueve las margaritas del campo, o por un claro de luz que se abre por entre las nubes, el hecho es que sin mayor fundamento confías en que también saldrás de este amargo trance, y que una vez libre de este infierno, como ya lo hiciste en el pasado, denunciarás a los autores de la agresión, y usarás tu pluma feroz para cobrar con intereses la afrenta. Piensas en que tus captores están alardeando ser inflexibles, ordenándote caminar de frente, no voltear, repitiendo las mismas groserías altisonantes, pero que al final te dejarán en aquella soledad, golpeado, con las botas cafés llenas de lodo y el orgullo lastimado. Pero vivo.

-¡Ahora sí, cabrón! ¡Híncate y ponte rezar, porque aquí te va a llevar la chingada!!

Tú no eres religioso, pero crees en Dios. Forzado por el empujón caes de rodillas. Instintivamente te llevas las manos a la cara. Tu corazón con la historia de dos infartos late con una fuerza que nunca habías sentido. Sin querer se apodera de ti un raro temblor.

Piensas en tus padres, que ahorita ya están despiertos, preocupados por ti, en la “Tierra Todoparidora” –como le dices- de El Melón, el pueblo de tu infancia. Piensas en tus hijas, que adoras con tu hosco y complicado estilo. En lo que te falta por vivir. Deseas entonces, con todas tus fuerzas, despertar de esta pesadilla. Deseas en verdad que no te maten. Quisieras llorar, gritar, expresar con palabras esta desesperación que te inunda el pecho y se hace nudo en tu garganta. Quisieras que el destino de un disparo en falso junto a tu oreja sea el último acto de esta amenaza lúgubre…

Pero en un segundo sabes que ese ardor en la cabeza sólo puede ser el vuelo nada falso de la bala que te ha entrado por la nuca, desgarrándote los entresijos del cerebro y evaporando al instante toda esperanza, cerebro que concentra su pensamiento último en lo cálido que se siente en tus manos aquel borbotón escarlata que te sale con la bala por debajo del mentón, antes de que tu cuerpo desmayado caiga de frente para siempre en ese lodo que de seguro para ti continúa oliendo como a principios de mundo, pero que para todos nosotros se ha convertido en un símbolo funesto que no deja dormir y que huele a podrido.

Símbolo del destino manifiesto que amenaza a quienes ejercen con valentía la libertad de expresión en un país donde política y delincuencia organizada frecuentemente son una y la misma cosa.

 

Tengo que confesar que te extraño, amigo mío.

B.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Berzahí Osuna Enciso

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