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Vivimos en un país donde nos matan a los amigos

En México es sencillo dejar de respirar de un día para otro. El horror del Estado de México se expande a cada minuto. A René Rosas y a su madre María del Carmen les cortaron de tajo la respiración. Los asesinaron a sangre fría el jueves de la semana pasada. Abrieron fuego sin piedad. Tengo presente el rostro de René, junto a nuestro grupo de amigos, nuestro círculo, entre carcajadas, en francachelas muy plenas, entre albures y el calor de la amistad durante la universidad. Ahí estaba Hugo, Enrique, Randy, Alberto, Mich, Chucho y yo. En aquel entonces René era novio de una amiga, así lo conocimos. Y aun cuando terminaron su relación, lo seguimos viendo. En palabras cotidianas: era a todo dar; una persona límpida. René sólo vivió un cuarto de siglo, a pesar de que las notas lo catapultaban hasta los cuarenta.

Hoy de regreso en el transporte divisé los cerros de la colonia de Naucalpan donde él vivía. En San Mateo. Pensé en lo fácil que es despojar una vida. Que en un abrir y cerrar de ojos tu cuerpo puede estar descendiendo dos metros bajo tierra o estar incinerándose a altas temperaturas para quedar encriptado en una urna de mármol. Pensé en René, pero también en las mujeres, los hombres, en los ancianos, en los niños. Las almas arrebatadas. Las sonrisas desvanecidas. Las voces ahogadas. Las miradas extintas. Los proyectos de vida pulverizados. Hechos añicos. Irreparables. Futuros que sólo fueron ficción.

Puedo escuchar nuestras cervezas color ámbar estrellándose con la de él. Haciendo la famosa “vaquera” para juntar dinero. René aparece en una de sus últimas fotos celebrando el año nuevo con corbatas plateadas de cartoncillo. No hubo tiempo para estrellar una cerveza más. Reír. Después de la universidad ya no supe mucho de su vida, aun así lo recuerdo con mucho afecto.

Me enteré el viernes pasado que había sido asesinado; inmediatamente tomé mi celular y busqué los reportes y fotografías de ese día. Los encontré. Ahí estaban los casquillos regados junto a su automóvil, la zona acordonada donde su madre murió al instante; y más tarde, él falleció en el nosocomio, mientras su novia de 23 años sobrevivió.

Los rumores son fáciles. Sencillos. Las suposiciones acerca del doble asesinato empezaron a circular. La guerra contra las drogas también tuvo otro objetivo: enfermó las cabezas. La sociedad ha subsumido toda clasificación de crímenes injustos en los vínculos con el narcotráfico. Se miran todas las mañanas las primeras planas de los periódicos de nota roja y dicen a sus adentros: “En algo andaba”. Una frase que sepulta o justifica una espiral de violencia que no tiene punto final. De hecho, apenas empieza. Hoy, más que nunca, estoy convencido de que los crímenes más sádicos no sólo proceden de los cárteles. Su origen es estructural. Por asuntos nimios, intrafamiliar, pasional, personal, robo, secuestro, ocio. Por diversión. Por territorio. Por poder. Por abuso. Por diversión. Porque sí, Porque se puede. Porque es fácil en un vacío de Estado. Sin ley. Pobre. Desigual. Vulnerable.

Apenas esta mañana, a las 10:06, observé a un automovilista que le apuntó con un arma al chofer de la combi donde iba a bordo porque lo rebasó, sobre la Lomas Verdes, en frente de un banco, donde por cierto, el año pasado mataron a balazos a una joven de 27 años. Es la parafernalia más sencilla de la violencia que he visto en estos días; también recuerdo a Mónica, una compañera del CCH, que antes de ingresar a la carrera, fue asesinada en su propia casa en Ecatepec cuando entraron a hurtarla. No les bastó el robo. La apuñalaron. Ahora permanece en una cifra maldita. Una cifra estéril. Una cifra despiadada.

En este país todos empiezan a tener a sus muertos. Los muertos que arroja esta espiral de violencia apapachada por el Estado. René y su madre María del Carmen fueron jalados a ese torbellino feroz que ya estableció un sistema en el territorio y los imaginarios colectivos. Aun así, muchas y muchos, sienten que son intocables. Lo minimizan. Pero aquí seguimos viviendo, sobreviviendo, respirando, caminando, comiendo, trabajando. Las baladas del dolor son profundas, pero se sigue sin querer oírlas. No creo en el destino o me niego a creer en uno con laredos tan desolados. Si las balas son guiadas por el destino, que mezquino e injusto es el destino. En este valle de muerte el egoísmo es el fruto más abundante que cuelga de los árboles. Ahora, madre e hijo, pertenecen a esa cifra maldita. Esa donde tú podrías pasar a formar parte algún día.

 

 

 

Información adicional

  • Por: : Alejandro Melgoza
  • Fecha: 8 de febrero de 2016

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