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Violencia, decadencia y tragedia institucional. Desdoblamiento, elasticidad y trama relacional en las subjetividades policiales

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Para Flor, desplazada de Mier, Tamaulipas, y  hoy acompañante de mis viejos,  quien me pregunta con insistencia: “¿qué significa una democracia sin ciudadanos?”.

 

Hoy México está frente a escenarios caóticos, marcados por los altos niveles de las manifestaciones de las diversas violencias, la criminalidad y la inseguridad, pero simultáneamente por los altos niveles de ilegalidad que se expanden por prácticamente todos los espacios sociales.

 

Sin duda, en un contexto así, las policías adquieren un rol preponderante para la gobernabilidad de nuestro país. Actualmente mandos militares ocupan las secretarías públicas de 15 estados del país (Aguascalientes, Chiapas, Guanajuato, Guerrero Michoacán, Morelos, Nuevo León, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán y Zacatecas); las direcciones de policía estatal en tres entidades (Chihuahua, Coahuila y Colima) y dos egresados de la Marina están al frente de secretarías estatales (Quintana Roo y el Distrito Federal). Además de que generales, coroneles y capitanes dirigen labores de vigilancia en municipios y ciudades disputadas por los cárteles de la droga.  Esta expansión del Ejército en la seguridad pública ha supuesto un desplazamiento de mandos policiales de manera directa por militares. Expresiones de la militarización de la seguridad que requieren todavía una mayor comprensión y que se dan a la luz de una mayor dependencia gubernamental hacia las policías; no sólo por el número de efectivos policiales que se requieren para tener una cierta cobertura territorial, sino porque aunque prevalezca una perspectiva belicista de la seguridad, “la policía” sigue siendo  el actor clave encargado de la seguridad, el orden y la estabilidad pública (Dammert, 2010).

Sin embargo, este rol protagónico de las policías, al menos en México, no se corresponde en lo absoluto con su transformación radical, reflejada en mayores niveles de profesionalización, eficacia y responsabilidad en el ejercicio de la función policial. Ello en mucho se debe a que aquí hemos carecido de un modelo policial fundado en un conjunto de conocimientos, normas, recursos y órganos sistemática y metodológicamente ordenados, que pudieran generar una estructura doctrinaria y una cultura policial vinculados a la defensa de los derechos humanos, la ley, el orden y la seguridad ciudadana. Y que simultáneamente promoviera toda una mística y vocación de servicio en la que descansara una gestión y cultura organizacional que emergiera en la interacción social, en el diálogo, la convivencia ciudadana y la paz social, representada por símbolos distintos de mando, autoridad, costumbres y tradiciones que pudieran ir construyendo una sólida estructura de integración e identidad policial.

Por el contrario, lo que observamos son instituciones policiales, las más de las veces sumidas en una crisis institucional masiva, sistemática y crónica, compuesta por ejércitos de hombres y mujeres muchas de las veces quebrados por dentro que hace imposible que cumplan con el mandato policial que se les ha encomendado. Esto es, muchos de estos hombres y mujeres no cuentan con una estructura de funcionamiento (mental, emocional, física, relacional) para escenificar la profesión policial, lo que hace difícil sostener el argumento de que exista una moralidad policial como un sistema. Más bien se trata de una moralidad práctica construida de formas muy diferentes a las que definiría el deber ser policial, capaz de garantizar los derechos y las libertades individuales.

Lo se observa en el mundo policial son formas muy variadas de interacción, ancladas a cierta racionalidad policial que coloca a estos sujetos permanentemente en ese espacio de amenaza y peligro; que, por un lado, les exige ser sujetos siempre en enfrentamiento con otros; propiciadores de violencia y victimarios de un poder muchas veces destructivo, que los condena a vivir en permanente conflicto o alerta. Pero por otro lado, se observa a sujetos que a fuerza de golpe se curten en las complejidades de habitar las interfases del mundo policial y el delictivo, teñido de descontrol y desorden institucional, que hace emerger con toda sus crudeza su decadencia, mostrando la propia vulnerabilidad y fragilidad de los sujetos mismos. Se trata pues de procesos que le dan cuerpo a esa especie de subjetividad sojuzgada que caracteriza a los policías y que tiene altos costos institucionales, organizacionales, individuales y por supuesto, para la ciudadanía.  Se trata sin duda, de una especie de espiral sin salida que condena a los policías al estigma sin salida. Trasmundo desmesurado donde el universo moral de las contradicciones irreconciliables no traza lucidamente los principios  lo que está “bien” o lo que está “mal” con respecto a la violación de los derechos humanos. Mundo cerrado, imbuido, cercado y separado donde justamente el ethos “profesional” parece componerse de la capacidad para saldar la tensión entre lo legal y lo legítimo, a través del conocimiento de las tramas burocráticas que pueden convertir los excesos en figuras legales, en detrimento de los derechos ciudadanos (Garriga, 2010: 91).

Como se sabe, la dimensión de impunidad, delito y corrupción al interior de las instituciones policiales, no es una cara distinta de la crisis de seguridad pública, sino expresión, causa y consecuencia de la debilidad institucional que ha caracterizado a todo el sistema de seguridad pública en México durante décadas. Mundo de traiciones, complicidades, indolencias, desviaciones e ineficacias –hoy en el foco de atención de la opinión pública- que ha aumentado la tradicional desconfianza y la distancia en la relación ciudadano-gobierno, así como la crisis de confianza en las instituciones de procuración y administración de justicia.

Uno de los rasgos más dramáticos del sistema policial vigente es ese otro orden subterráneo caracterizado por un poder punitivo al margen de cualquier legalidad y control institucional. Justamente, una de las características de la policía en México ha sido el predominio del uso de la fuerza en el accionar policial y las formas de intervención policial de tipo reactivo y de choque como práctica sobresaliente de las tareas policiales. De ahí que se podría aventurar como hipótesis que esta situación ha favorecido el desarrollo de un tipo de violencia institucional de corte claramente ilegal, resultado también de la incompetencia policial institucional para formar y capacitar en el uso de la fuerza a sus cuadros, lo que se traduce en que algunos integrantes de las mismas instituciones policiales, ya sea de forma individual o concertada hagan un uso ilegal de la misma (Suárez, 2009: 44). Ello ha traido consigo toda una subcultura policial al margen de lo que los reglamentos y la otra cultura institucional dictan. En este otro lenguaje de las organizaciones policiales, “los significados del reconocimiento, la obediencia y el acatamiento no pasan tanto por la asunción o interiorización de una deontología o ética profesional, de lo que significa ser buen policía, sino por la decodificación de las pautas secretas pero archireconocidas en la institución, que los recién llegados (y los policías en general) deben develar y asimilar, para convertirse en miembros plenos de la comunidad” (Suárez, 2009:52). La presencia de esta cultura policial informal/ilegal es la que posibilita este deslizamiento continuo de los policías entre el combate al delito y la comisión del mismo. Deslizamiento que parte de ese principio rector de actuación policial que ha sido la autonomía para decidir qué y cuándo es aceptable, excusable, viable, operable y apropiado desde esa moralidad secularizada del profesionalismo echar mano del uso (i)legal de la fuerza.

 

De cómo se forja el carácter

Algunas estudiosas de la policía han argumentado que la formación impartida en los distintos espacios de academia policial debe comprenderse como una especie de periodo liminal –a la manera de Víctor Turner. Es un cambio de estado, dice Sirimarco (2004). En estos espacios de formación se da ese cambio de naturaleza. Es un cambio ontológico, y no una simple adquisición de conocimientos.  Aquí resulta fundamental lo que se muestra, lo que se dice y lo que se hace.  Esto es así  y a ello hay que agregar, que la fuerza de estos espacios formativos, estará mediada no sólo por  su dimensión institucional, organizacional y por una cultura policial; sino también por un conjunto de ideologías y un contexto sociocultural y político determinado.

En ese sentido, en México no se ha logrado instaurar una carrera policial institucionalizada, como lo establecen los ordenamientos jurídicos. En el mejor de los casos, esta encomienda se cumple con improvisación y precariedad sin trascender de lo interno, haciendo de las academias espacios sin la impronta que supondría para forjar un carácter policial. Sobre todo si contemplamos que se trata de una “capacitación” expedita que  a nivel nacional, no sobrepasa los cuatro meses y medio de duración, lo que sólo permite hablar de una inducción básica con la finalidad de resolver las necesidades de personal en prácticamente todas las instituciones policiales del país. Prueba de ello es que en México “cuando hay enfrentamientos mueren más policías que delincuentes, por la poca capacitación y el menor equipamiento. Aproximadamente 40 por ciento de las lesiones que sufren los uniformados son autoinflingidas o causadas por sus propios compañeros en prácticas o durante operativos, generalmente derivadas del mal acondicionamiento físico y poco desarrollado técnico” (Zepeda, 2010).

Ciertamente, al igual que en otros espacios de socialización inicial, en muchas de nuestras academias, una parte importante de los requisitos culturales para alcanzar el status de policía pasa por la superación de pruebas y desafíos. Enfrentarlos se vuelve clave para la recreación y escenificación de los valores y principios de actuación, considerados “correctos” y por la exaltación de ciertas características y patrones patriarcales altamente valorados en el mundo policial,  que van dándole cuerpo no sólo a un sujeto masculino, sino también a un tipo de sujeto institucional.  Así pues, en los ritos de liminalidad, se transita entre la exaltación de la hombría representada en cuerpos fuertes, resistentes, robustos y potentes siempre a prueba de todo.  Y  que se exige que se demuestre con un temple capaz de ser obediente, abnegado y controlado ante las agresiones y las provocaciones.

Sin embargo, es justo en estos periodos de paso, donde es posible comenzar a observar las contradicciones latentes en la dimensión institucional y organizacional de la policía y de su baja capacidad ideológica para borrarlas.  Por ejemplo, hace un tiempo observaba en una academia estatal del norte del país, un entrenamiento para intervenir en altas concentraciones. Los cadentes, todos jóvenes, estaban divididos en dos grupos. Unos representaban a los manifestantes e iban vestidos como tales: jeans, playeras y rostro cubierto. Y la otra parte del grupo representaba a la autoridad policial e iban enfundados en su equipo antimotines: escudo de policarbonato, espinilleras, rodilleras, PR24,  casco balístico y chaleco. Un principio básico para actuar en altas masas es avanzar como una unidad bajo las instrucciones del mando a cargo a partir de cómo se da el nivel de resistencia. El mando es el único responsable de dar las órdenes de escalada en el uso de la fuerza. Esto es, a mayor resistencia, mayor nivel de fuerza. Sin embargo, lo que comenzó siendo un entrenamiento conducido, termino siendo un campo de batalla que excedía todos los estándares profesionales en el manejo del uso de la fuerza en altas concentraciones. Los cadetes que representaban a los manifestantes aventaban sin cesar piedras a sus compañeros que se abalanzaban sobre ellos sin escuchar orden alguna y sin reconocer que el principio fundamental para lograr éxito es actuar como una unidad, nunca de manera individual. Así, lejos de considerar esto una anécdota de principiantes, hay que entenderla como un corpus de prácticas y discursos que juegan un papel preponderante  y que terminan por validar en el mundo policial la creencia de un terreno autónomo para la violencia policial que le abre al sujeto policial la posibilidad de tomarse las libertades que su estatus les confiere por principio, sin ser capaz de entender que en el ejercicio policial “hay límites que se castigan”.  Y no los entiende porque desde la institución, no sólo no se castigan, si no que se promueven formas de ser y hacer policía que los alientan.

Es así como estos índices van delineando la trama relacional y avalando una cierta forma de ser y actuar en la agencia policial. Todos sabemos que las instituciones se producen y reproducen a través de los discursos, las prácticas, las rutinas y las bases simbólicas de sus miembros. En este sentido, resulta crucial comprender esos discursos y prácticas, en tanto productores y vehiculizadores de mandatos sociales e institucionales que, al subordinar el cuerpo individual al cuerpo político-social, ayudan a la conformación de un determinado sujeto policial (Sirimarco, 2004). Justo ahí es que es posible encontrar las pistas para entender ese proceso de personalidad reprogramada donde la piedra angular del mismo está  en cómo el  mensaje formal u oficial se contradice sustancialmente con los hábitos y prácticas cotidianas especialmente en el espacio intertextual e interpersonal. Es ese vínculo comunicativo, interactivo e interpersonal, la base y la forma cultural en el que se fundan, se presentan o producen todas las expresiones y manifestaciones de esa otra agenda oculta y paralela de las instituciones policiales que pueden ir desde el marco de las incivilidades hasta el plano del delito.

 

La vida policial está en otra parte

A diferencia de otras culturas policiales, el proceso de transición hacia el nuevo status policial no se alcanza por completo con el paso por las academias policiales. En la academia, los cadetes están todavía fuera de los acuerdos estructurales que legitiman el desplazamiento hacia una reserva de principios y patrones de comportamiento que marcan la debida distancia con las comunidades y la ciudadanía en general.

Como se sabe, en las instituciones policiales de nuestro país ha prevalecido una concepción policialista de la seguridad pública basada en la consideración de la policía como la principal instancia de gobierno y la sociedad para conjurar el delito y mantener el orden público (Saín, 2008). Lo que ha traído consigo que la labor policial ante el delito haya sido sistemáticamente concebida como un combate o lucha contra el enemigo delincuente, al que se deba eliminar o exterminar. Es decir, se ha fortalecido una cultura que privilegia la reacción por encima de la prevención y que considera al tejido social como fuente de problemas más que de soluciones (Martín, 1996: 8). En un contexto policial de esta naturaleza, la sociedad no puede aparecer más que como un actor secundario y pasivo o como un mero espectador de una dialéctica de confrontación permanente, en la que termina por justificarse y legitimarse toda forma de acción represiva centralmente asentada en el uso de la fuerza y la exaltación de la violencia.

Aunado a lo anterior, las estrategias de contención con soluciones militares frente a la  crisis de inseguridad, violencias y criminalidad han tenido mayor cabida, recrudeciendo el histórico distanciamiento con la ciudadanía. No sólo porque las escasas labores en materia de prevención del delito que se hacían, se vieron mermadas por la lógica de la guerra contra el narcotráfico y sus implicaciones, sino también porque el proceso de hiperestigmatización hacia la institución policial se ha venido profundizando, producto también de la penetración del crimen organizado entre las filas de los diversos cuerpos policiales del país.

De ahí que podamos decir que la institución policial al ser un espacio social altamente alterado, desestabilizado, desordenado y desviado descansa en el modelo de formación que podríamos llamar de “compañerismo”  para dar curso a la enseñanza gradual  de los sentidos de la vida en activo.  Es a través de las prácticas y el flujo de información informal, procedente de los compañeros o de los superiores, que el policía recién llegado de la academia corroborar, confirmar, desmiente o esperar más información, con la intención de dar sentido a su propia existencia dentro de la institución policía. Y aquí justamente es que hay que preguntarse cómo se concibe al sujeto policial. No es gratuito que esté tan interiorizado en el mundo policial el apelativo de elemento, para referirse al sujeto policía, ello habla a las claras del grado de cosificación y la invisibilidad en el que se encuentra como individuo. No hay rostro, no hay nombre, hay un hueco que habrá de ser llenado con los contenidos de una cultura que reproduce los parámetros de actuación asentados en la concepción del delincuente enemigo, del entorno altamente problemático, pero sobre todo de la inculcación de la autonomía como principio rector de actuación.

En estos procesos, la humillación y la degradación juegan un papel crucial. Es en la escenificación del exceso, que un otro es reducido al silencio frente al superior.  Ya Víctor Turner decía cuando analizaba su importancia durante el período liminal, “las pruebas y humillaciones a las que se somete a los nuevos representa en parte una destrucción del status previo y en parte una mitigación de su esencia con el fin de prepararles para hacer frente a las nuevas responsabilidades. Se les tiene que demostrar que no son más que arcilla o polvo, pura materia, cuya forma es moldeada por la sociedad” (1984).

Un ejemplo importante que contribuye a ilustrar estos métodos son los esquemas de depuración (porque no se podría hablar de políticas), tan recurridas en las policías municipales.  Esos procesos de purga policial, concebidos como la “eliminación de la suciedad”, o “impurezas de una sustancia”,  suelen buscar atacar las consecuencias, que casi siempre dejan de lado las causas estructurales enquistadas en la decadencia institucional. Esto queda claramente reflejado en las maneras en cómo se escenifican esos procesos que lejos están de garantizar la seguridad laboral del factor humano a cargo de la delicada función de velar por la seguridad ciudadana.

Al respecto véanse los resultados de los exámenes de confianza acordados por el Consejo Nacional de Seguridad Pública desde 2008 y de los cuáles, Oscar Vega Marín, secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, recientemente rindió informe en la Primera Sesión Extraordinaria del Consejo Nacional de Seguridad Pública, durante este diciembre. Ahí Vega Marín comentó que “17.41 por ciento de los policías estatales y municipales, es decir 79 mil 883, ha sido evaluado. De esta cifra, 24 mil 360 no aprobaron y están pendientes de evaluación 15 mil 221. Mientras que de los 375 altos mandos de las corporaciones estatales y municipales han sido sometidos a las pruebas 315, lo que representa el 84 por ciento, de los cuales 53 no aprobaron” (Milenio, 2011). ¿Qué ha sucedido con los reprobados? ¿Cómo enfrentan las instituciones policiales semejante déficit en torno a sus recursos policiales? De ello no se informa ni se rinde cuentas hasta hoy, porque a decir de muchos, los exámenes de confianza no pueden ser concluyentes como para lograr impulsar las purgas policiales que supone deshacerse de tanto personal policial basura, aun y cuando se ha venido demostrando lo ineficaz de los propios métodos con los que se evalúa al personal.  Sin embargo, parece que asistimos al concierto de “los hombres que no saben qué historia hacen”, de ahí la reiteración en la desvinculación de los individuos.  Esto es, los pronósticos para 2012 anunciados en la misma sesión referida del Consejo Nacional de Seguridad Pública, donde los actores gubernamentales, en voz de Marcelo Ebrard, “prevén que de diciembre a 2012 en todo el país van a dejar de ser policías unos 135 mil elementos porque no van a pasar exámenes, me refiero a policías municipales y estatales. Significa que (…) por primera vez (habrá) una depuración muy importante en todo el país (Milenio, 2011)”,  parecen eclipsar el futuro de la reforma policial democrática en México.

Uno de los ejemplos más paradigmáticos de depuración es el llevado a cabo en la Policía Municipal de Ciudad Juárez durante 2008 y 2009.  El Gobierno Municipal encabezado por el entonces Presidente Municipal José Reyes Ferriz impulsó una estrategia para la conformación de la llamada Nueva Policía de Ciudad Juárez, con miras a retomar el control de la institución, ya que “vivía la corrupción más profunda de su historia y era necesario recuperar las riendas de manos del crimen organizado”. Producto de esa intervención, salieron alrededor de 1,000 policías y se reclutó a 1,500 nuevos policías.  Por un lado, los policías que lograron sobrevivir a este proceso relatan los diversos rostros de la arbitrariedad institucional en un contexto donde no parece existir la justicia y el conjunto de violaciones a los derechos humanos que se cometieron contra los policías sin que se denunciaran y trascendieran más allá de las puertas de la institución policial. Y por otro lado, la incorporación masiva y poco cuidadosa del personal de nuevo ingreso, así como el poco respeto hacia sus derechos laborales básicos parecen ir totalmente a contracorriente con la idea de una Nueva Policía que promete promover una institución policial moderna y próxima a la sociedad. Ejemplo de ello, son justamente los entrenamientos militares a los que fueron sometidos durante su etapa inicial. Testimonios de estos nuevos policías respecto a su estancia en los campos militares de la región, señalan que los dejaban sin comer por días, que permanecían bajo el sol en pleno desierto durante las horas más duras del día y que solían recibir humillaciones graves.  Tiempo atrás, me tocó trabajar con policías que originalmente pertenecieron a la Agencia Federal de Investigaciones (AFI) y que en sus cursos de formación  básica habían sido entrenados por militares, curiosamente reseñaban las mismas prácticas en sus estancias en los campamentos militares, incluso hablaban de golpes en los cascos por no escuchar órdenes, de haber sido hincados para azotarlos frente al grupo y hasta torturas graves.

Así pues, cuando a través de los superiores se impone el castigo, se promueve la degradación que va abriendo paso a la instauración de la estigmatización policial. Es justamente su fuerza expresiva y comunicativa y el mero hecho de conocer que alguien es objeto de dicha medida coactiva, aunque no se sepa qué acto la provocó, la que da la certeza de que se es sólo un sujeto prescindible, desechable, basura. En este sentido, este entramado de certezas apunta a la filosofía del endurecimiento que hace valorar al policía su propio comportamiento. Es así que va adquiriendo fuerza esa identidad estigmatizada, que ante el descontrol, maniobra con elasticidad incursionando por estos pliegues del doblez institucional para escenificar el mandato policial, donde actuar de manera autónoma se convierte en una motivación fundamental y una de las claves más significativas de la vida policial.

Pero paradójicamente, en el mundo policial el poder se expresa no solamente en los márgenes de acción y decisión que todo policía va desentrañando en su tránsito policial, sino también en la posibilidad de contar con los recursos de la lealtad y la complicidad necesaria para que la trasgresión de la ley no sea explicita y no se haga visible. Es decir, la complicidad que permite actuar trasgrediendo la ley con un uniforme de protector de la ley requiere de un margen de lealtad enorme. Así, los márgenes de protección para operar sus propios márgenes de decisión, se amplían en la medida que el policía tiene más alianzas, más poder. Es así que esos márgenes de complicidad y lealtad van mostrando también ser profundamente frágiles. Llegado el momento, la fragilidad de ese vínculo depende en gran medida de que aparezcan otros actores que rompan ese equilibrio precario de esa lealtad y logre que quien protege a alguien lo traicione a cambio de salvarse él.  En diversas conversaciones con ex policías en prisión, la articulación tremendamente endeble entre lealtad y deslealtad es muy visible. Desde aquellos que por “prestar” servicios extraordinarios de custodia a funcionarios públicos con los cuales creían tener ese vínculo de lealtad, fueron olvidados por los mismos cuando fueron aprehendidos portando armas de uso exclusivo del ejército, propiedad de sus custodiados; quienes creían tener a su servicio a las “madrinas” para poder “joder” a sus jefes, pero que las mismas priorizaban sus ganancias por sobre las intenciones de los policías; quienes habiendo cometido secuestro con conocimiento de sus jefes y ante la imposibilidad de que estos últimos los salvaran, hoy pagan condenas por extorsión; o quienes creyeron que pasarían poco tiempo en prisión porque sus allegados del mundo policial los podrían sacar, pero que han terminado por acabarse el patrimonio que habían hecho estando en la policía al costearse su defensa.

Como puede observarse, el margen que hay entre el valor y el antivalor es muy pequeño. Por ello, el recurso de la fundación de una nueva lealtad se convierte siempre en una necesidad que tiene un alto costo en el mundo policial. Esto es, el ejercicio del poder jerárquico es entendido y practicado en estos contextos policiales con otros contenidos que no pasan sólo por la lógica formal, sino que se establecen desde una lógica autoritaria, delimitando posiciones y relaciones diferenciales que reproducen y mantienen vigente la desigualdad. Así, los modos de sobrevivir de ciertos imaginarios policiales que se asocian al poder, a la trasgresión, a la violencia y al delito, van capitalizando el desorden institucional que caracteriza a las instituciones de seguridad pública. Y al vivir y constatar la ambivalencia que las caracteriza, los policías asumen el riesgo de trasgredir como sistema y en forma de operación, los límites de los que les es permitido hacer.

Lo inquietante de esta cultura policial imperante es que los márgenes que existen para construir una trayectoria policial, no suelen ser casi nunca exclusivamente la trayectoria que la institución policial propone por la vía de la acción declarada. Es decir, entrar a la policía, transitar por sus filas supone toparse con la necesidad de decidir entre las muchas carreras posibles.  Y en este proceso, iniciar la carrera policial, recorrer y habitar la institución policial significa, por lo tanto, olvidarse de la vida pasada y asumir que la policía es una identidad excluyente donde ser policía implica necesariamente dejar de pertenecer a la sociedad civil (Sirimarco, 2004).  El subrayar de tal modo el contraste entre civiles y policías es una de las marcas identitarias de la institución policial. De ahí que pueda explicarse –en parte- esa separación tan tajante y absoluta entre la policía y la sociedad civil, producto, tal vez, de considerar que ser policía no es un trabajo, es un estado (Sirimarco, 2004).

Como se puede constatar, esta cultura altamente patriarcal, masculina, machista y violenta -  con profundas raíces en el interior de las instituciones y presencia en el plano de las interacciones cotidianas de las  mismas -  tiene un papel preponderante en la configuración y legitimación de los pliegues y puentes a partir de los cuales se compatibiliza la duplicidad de fines y modus operandi de las instituciones;  entre  lo legal y lo ilegal, entre la persecución del delito y la comisión de actos delictivos (Inchaustegui, 2009). Es decir, no se trata sólo del dominio del código que habilita a los policías para ejercer un rol que implica el uso de la fuerza, sino de toda una subjetividad que está hecha también de habilidades y recursos para saldar las tensiones entre lo formal y lo informal, entre lo lícito y lo ilícito, para “habitar la institución” justamente en ese plano liminal que la caracteriza.

Al incursionar por estos pliegues del doblez institucional es importante pensar el carácter específico que toma en México el agente, el policía de carne y hueso. Ese sujeto que ingresa y se ubica en el último peldaño de la jerarquía de la organización y cuya subjetividad subordinada lo coloca en estado de espera - sin actividad fija o protocolos claros de sus rutinas profesionales- y abiertas a las órdenes de sus superiores. Ese sujeto que suele jugar como carne de cañón en los operativos, o en las comisiones, siempre al arbitrio de la autoridad discrecional de sus superiores: desde traer los refrescos, los periódicos o los cafés,  hasta llegar a ser parte del equipo de un comandante (provisto personalmente de armas y de equipo) que le dará sentido y trayectoria a su vida como policía. Mientras aprehende y comprende los hábitos y comparte los significados de las prácticas, e incorpora la violencia como modo de vida, hasta estar en condiciones de escenificarla y ponerla en actos por cuenta propia (Inchaustegui, 2009). Así, los policías, lejos de ser profesionales capaces de garantizar los derechos y las libertades individuales, se transforman en agentes altamente temidos y estigmatizados. Y las conclusiones catastróficas sobre las instituciones policiales no pueden detenerse: su lógica corruptígena en México, donde ascender es hacerse inmune, parece ser imbatible y el poder del crimen organizado para reproducirla, incuestionado (Inchaustegui, 2009).

 

Una apunte final

México encara dos grandes desafíos, simultáneos e interdependientes: por un lado, la reforma policial y la construcción de políticas de seguridad ciudadana que actúen sobre las causas de las violencias y la delincuencia y que promuevan una cultura preventiva, encaminada a cimentar comunidades y ciudades con mayor calidad de vida, con un pleno desarrollo colectivo de la convivencia, la cohesión social y respetuosas de los derechos humanos y la libertad individual.

Hay al interior de nuestras instituciones policiales sed de cambio y en algunos sitios se registran reformas parciales también. En cualquier escenario, la reforma policial no debe postergarse más y requiere de ciertas condiciones políticas fundamentales. Por principio de una férrea voluntad política para ejercer la conducción del proceso de reforma y con la capacidad de convocar en este proceso a diversos actores de la sociedad que acompañen y potencien la modernización doctrinal, organizativa y funcional de la policía, reivindicando y dando un peso especial al servicio a la ciudadanía, el respeto a la legalidad y a los derechos humanos, la transparencia y la rendición de cuentas. Pero por otro lado, que ayuden a erradicar y revertir esa desafección ciudadana por los asuntos vinculados a la seguridad y el buen gobierno y que implica hacer participes y actores activos a los ciudadanos de la reinvención de nuestras policías.

En este camino, los ciudadanos tenemos como desafío reconocer que queremos otro policía y construir cómo es esa otra policía que queremos. Hay que entender que el trabajo es arduo y las ideas no están del todo claras porque hemos retrasado demasiado la discusión abierta, lo que ha provocado que el debate sobre la reforma policial democrática en nuestro país incurra en confrontaciones estériles y hasta partidistas absurdas. Sin embargo, es un reto ciudadano pugnar con urgencia por el control y sanción del uso ilegal de la fuerza que provocan las diversas manifestaciones del abuso policial y que llegan hasta la muerte. Desmilitarizar a la policía y refundarla impulsando su misión civilista y su vocación ciudadana es nuestro derecho. Renunciar a él es retroceder y colocar a la democracia contra sí misma, disminuirla, encerrarla.

En este proceso, las policías deben reconocer su compromiso para darle sentido y profundidad al largo y necesario camino de la reconciliación con la ciudadanía; buscar conjuntar la perspectiva policial y ciudadana para enfrentar los retos que planea configurar entornos equitativos, habitables, seguros y democráticos. Ello supone procurar el entendimiento, el diálogo productivo y constructivo promoviendo la proximidad y el consenso para hacer efectivas justamente la construcción de alianzas y alternativas para la coproducción de seguridad y la convivencia ciudadana.  Pero en todo ello, sepámoslo, necesitamos a nuestros policías vivenciándose dueños de sí mismo como sujetos de derecho y deberes, con un estatuto firme y limitado, e integrados a la colectividad.

 

 

Bibliografía

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Garriga Zuca, José (2010): “Se lo merecen. Definiciones morales del uso de la fuerza física entre los miembros de la policía bonaerense”, en Cuadernos de Antropología Social, No. 32, Buenos Aires, Julio-Diciembre, http://www.scielo.org.ar

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Suárez de Garay, María Eugenia (2009): “Policías, delito e inseguridad. Reflexiones desde el lente de género”, en Crimen, castigo y género. Ensayos teóricos de un debate en construcción, Universidad de Guadalajara/Ayuntamiento de Guadalajara, Guadalajara.

Zepeda Lecuona, Guillermo (2010): "Los retos de la eficacia y la eficiencia en la seguridad ciudadana y la justicia penal en México: mejorar la seguridad ciudadana y la justicia penal en México a través de una intensa reforma y del uso racional y eficiente de los recursos disponibles", documento de trabajo.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: María Eugenia Suárez de Garay
  • Biografía: Comunicóloga y antropóloga.. Directora de la Dirección de Investigación Aplicada de Policía, Seguridad y Justicia del Instituto para la Seguridad y la Democracia, A.C. (INSYDE). Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo. Y profesora-investigadora de la Universidad de Guadalajara

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