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Nostalgia por el mar ya visto

A César Rengifo, médico forense, le empezaron síntomas de úlcera duodenal a finales del año 55 y se puso más pálido y flaco que nunca. Las tres tías que lo habían criado le decían que la enfermedad le había aparecido por la vida desorganizada que llevaba, por andar con malas mujeres, pobrecitas, por beber tanto y comer mal, por solterón. Casate, le decían. Y como se dejaba un poco largo el pelo y también la barba, entrecana ya a los veintisiete años de edad, su apariencia, especialmente cuando estaba con las gafas negras, que era casi siempre, además de malsana se había vuelto estrafalaria.

José Moreno, su mejor amigo, le aconsejó cambiar de especialidad, poner un consultorio, como le recomendaban las tías, o buscar un puesto en el hospital. Su amigo estaba convencido de que era ese martillar constante de la muerte durante tantos años, ocho horas diarias, siete días a la semana, lo que estaba empezando a minarle la salud. César respondió que lo del consultorio no era muy viable y tampoco lo del hospital; que llevaba tanto tiempo ocupándose de los muertos que ya ni se acordaba de cómo funcionaban los vivos; y que algún día pasaría todo aquello. “Todo pasa”, concluyó.

Lo dijo sin pensar, como se dicen los lugares comunes, pero se le alcanzó a sentir el toque de desesperanza que ya José había notado en él otras veces. Como si en realidad estuviera diciendo que nada iba a acabarse nunca.

Cuando José le propuso que pasaran algunos días en la costa del Pacífico, a ver si se recuperaba, César le contó que no conocía el mar. La última oleada de muertes había comenzado cuando estaba en segundo año de medicina; y como empezó a trabajar desde antes de graduarse, no había tenido tiempo.

A ríos más o menos grandes había ido, dijo, pero nunca al mar.

 

dos

El joven forense nunca supo qué le había parecido más sobrecogedor, si los aguaceros inhumanos de aquella costa selvática o las marejadas del Pacífico.

No tuvo tiempo de averiguarlo. Fue al mar, volvió del mar, y apenas había terminado de sacar las cosas del morral, que sólo diez días antes era nuevo y ahora estaba entrapado de humedad y salitre, listo para empezar a podrirse, cuando lo llamaron para que ayudara a sacar a dos familias a las que habían asesinado y arrojado a un profundo pozo abandonado. No se sorprendió para nada. Sabía que algo así lo estaría esperando y no le dejaría sentir lo fortalecida, purificada, que había traído el alma.

En el camino trató de no pensar en lo que muy pronto estaría haciendo. Miró los guayacanes florecidos de amarillo entre los cafetales, los mangos maduros en los árboles, los geranios florecidos en tarros de galletas, que adornaban los pilares de las casas. ¿Quién hubiera podido adivinar que recorrían el territorio del horror? Miren las cercas tan bien templadas, pensó, los corredores tan barridos, las nítidas, casi cristalinas huertas de cebollas.

La casa tenía su respectivo corredor y sus geranios, su huerta de cebollas, sus gallos y gallinas que escarbaban en un paraíso que ocupaba el mismo espacio y el mismo tiempo que para todos ellos, los humanos, los campesinos que habían descubierto la matanza, los policías que fumaban al lado del pozo con las carabinas al hombro, y sobre todo para él, que tendría que bajar a sacar muerto tras muerto, era el infierno. Pues no lo habían llamado para que supervisara la sacada de los muertos, sino para que, de hecho, los sacara.

De todos los que allí había, sólo un campesino rubio, fuerte como un pescador de Galilea, se ofreció de voluntario a bajar con él y ayudarle a amarrarlos de las axilas (a los que no les habían cortado los brazos) para que desde arriba, como a muñecos, los alzaran. Era necesario pararse en unos para amarrar a otros, pues habían matado a tantos, que cubrían el fondo del pozo unos sobre otros y no había sitio libre dónde poner los pies. El olor era intenso, pero ya después de tantos años casi se había acostumbrado. Además, ¿cómo sentir repugnancia por gente que había tenido la desgracia de morir de esa manera? Los miembros sueltos, las cabezas, los brazos, iban metiéndolos en costales que, una vez llenos, enganchaban a la cuerda, para que de arriba los subieran. La última en elevarse fue una niña de unos diez años, sin cabeza, con vestido de boleros enfangado, que subió despacio, como un globo, mientras el campesino que ayudaba la alumbraba con la linterna.

De regreso en la camioneta de la policía, bajo un cielo de estratos color de piedra, César recordó el estrépito de los aguaceros de la selva y sintió una punzada, como las de amor, en el estómago. Bebió de la botella de aguardiente que le pasaron y se quedó mirando unas vacas que pastaban debajo de un árbol. No quiso tomar más; ya tendría tiempo de emborracharse por la noche, si quería. Antes de ir a la morgue entró a su casa a recoger los regalos para las tías: dos caracoles que tenían el color y casi el tamaño de sandías, una estampa de la Virgen, enmarcada en conchas blancas, y un tarro de galletas lleno de dulces de papaya.

Las tías tampoco habían ido nunca al mar ni a la selva y le hicieron muchas preguntas. Cómo era de grande el mar, quisieron saber, cómo sonaba. ¿Viste tigres?, preguntaron. Se sentían felices de que él, siempre parco, esta vez se hubiera acordado de ellas y les hubiera traído tantos regalos. Y como se mostraba tan amable, Livia, la que mandaba entre ellas, se sintió audaz y le dijo: “Oíste, ¿a vos no se te ha ocurrido venirte a vivir otra vez aquí con nosotras? ¿Para qué andar pagando esa casa tan cara y tan grande para uno solo?”. “Muy cara y muy grande”, dijo Merceditas. “Grande y cara”, dijeron Albita y Aura. “Y además”, continuó Livia, que acostumbraba agarrarse el pelo atrás en una moña y se mantenía de chal, pues sufría de frío, “además necesitás comer a horas”.

—Y cuando te casés podés vivir aquí con Ella —dijo Albita.

Albita era la que más se embebía en la lectura de novelas de amor. Por eso al mencionar la palabra “esposa” y hasta palabras más sencillas, como "ella" o "él", les daba una resonancia especial.

—¿Cuál ella? —quiso saber el forense.

—Tu Esposa, bobito. Tu Futura Esposa.

“Vean, pues, en lo que me supe meter”, pensó César. “Mañana mismo me vengo a vivir aquí, para perder la chaveta en menos de tres días”. Les dijo, sin embargo, que iba a meditarlo, pero que no hicieran planes ni empezaran a arreglarle el cuarto y cosas así, porque ellas sabían bien que él se había acostumbrado ya a vivir solo. Recibió la bolsa de peras de agua que le dieron y fue al café a buscar a José y jugar tal vez una partida de billar. Como José no estaba, jugó un rato solo, se tomó un trago y salió para la morgue a trabajar.

Cuando se agachaba a trabajar sobre sus muertos el médico parecía un gallinazo, sí, pero también un ángel.

Pasada la media noche llegó a su casa vacía y se dedicó a fumar, a recordar el mar y a esperar el ruido de los pájaros.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Tomás González
  • Biografía:

    (1950) nació en la ciudad de Medellín, Colombia. Escribe novela, cuento y poesía. Son sus libros: Primero estaba el mar (novela, 1983), Para antes del olvido (Premio Nacional de Novela Plaza y Janés, 1987), Los caballitos del diablo (novela, 2003), La historia de Horacio (novela finalista del Premio Rómulo Gallegos, 1997), El rey del Honka-Monka (cuentos, 1994) y Manglares (poesía, 2006). Se le ha publicado en varias antologías, entre ellas Veinte ante el milenio: cuento colombiano del siglo XX, 1996; Cuentos y relatos de la literatura colombiana, Fondo de Cultura económica, 2005; Una ciudad partida por un río, Planeta, 2007; y Nuevo cuento latinoamericano, Cara y Cruz-Norma, 2009. La totalidad de su obra se encuentra traducida al alemán y próximamente su primera novela, Primero estaba el mar, también lo estará al francés. Luego de cuatro años de silencio editorial, su sexta novela, Abraham entre bandidos, se publicará a mediados del presente año. Tomás González, tras vivir dieciséis años en Nueva York, reside actualmente en Colombia.

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