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La Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú: la historia de un éxito técnico y de un fracaso ético y político

La comisión
La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) nació en un clímax democrático como pocas veces se ha visto en el Perú, luego de los escándalos de corrupción destapados por los medios y de las marchas de protesta contra Alberto Fujimori. Mucha de su autoridad moral provino del gobierno transitorio del probo Valentín Paniagua, un presidente elegido por el congreso de la república fundamentalmente para convocar a nuevas elecciones, luego que su predecesor abandonara el Perú, renunciara a la presidencia por medio de un fax, y se refugiara de la extradición bajo la nacionalidad japonesa que hasta entonces había ocultado.
Tras una década de identificar a la izquierda con Sendero Luminoso y el terrorismo, Paniagua, y posteriormente Alejandro Toledo, abrieron el estado a las facciones más progresistas de la sociedad peruana. La idea de conformar una Comisión de la Verdad nació de ellos, de liberales, pero también de antiguos militantes de partidos de izquierda reciclados desde la caída del Muro de Berlín en profesores universitarios o funcionarios de ONG y agencias internacionales de desarrollo. Fue por eso que, en gran medida, la CVR funcionó bajo el paraguas administrativo del PNUD[1], y que una buena parte de su presupuesto provino de los fondos de la cooperación internacional. El clímax democrático y la apertura del estado inicialmente aseguraron a la CVR una cierta autonomía del gobierno y la clase política, que garantizó la neutralidad del Informe Final, y unas mayores flexibilidad y rapidez para la realización de las tareas que se le encomendaron. A grandes rasgos estas tareas fueron: el esclarecimiento del proceso, los hechos y las responsabilidades de la violencia política entre mayo de 1980 y noviembre de 2000, el análisis de las condiciones que condujeron al Perú a la violencia, el registro de los crímenes y las violaciones a los derechos humanos, la apertura de un espacio para el reconocimiento y la sanación de las víctimas, el estudio de las secuelas y la promoción de una cultura de los derechos humanos como parte del proyecto educativo del país.


La cara política y visible de la CVR la pusieron los comisionados: académicos, religiosos, abogados y militares de variadas tendencias ideológicas, pero en general progresistas, que trabajaron ad honorem y suscribieron los resultados del Informe. La cara técnica e invisible la conformaron funcionarios e investigadores, “gerentes” –así se hicieron llamar–, provenientes de las ciencias sociales, la administración, las estadísticas, la educación y la filosofía, al mando de equipos de investigadores de campo, de codificadores –yo fui uno de ellos– y de analistas de datos en la sede central en Lima.
Sin embargo, con el correr del tiempo, el clima y las ventajas iniciales de la CVR mostrarían su lado anverso. Su autonomía no sólo le había facilitado el trabajo, también puso en evidencia a un estado y a una clase política irresponsables que no querían ni quieren comprometerse. Muchas de las condiciones que dieron paso a la violencia siguen intactas, hoy y en el momento de la celebración  de la entrega del Informe Final en el congreso; incluso buena parte de los políticos implicados en la violencia de aquellos años siguen y seguían ejerciendo el poder; y los peruanos, lejos de querer recordar,  analizar y aprender de lo sucedido, prefieren y preferían olvidarlo.
El Informe Final de la CVR había sido, pues, más el logro técnico de un sector influyente de progresistas que la materialización de un clamor popular por la memoria y la justicia, más un desiderátum que el inicio de una verdadera refundación del contrato social que regía y rige al país.

La verdad
El Informe Final de la CVR identificó y puso un rostro humano a miles de asesinados, torturados y desaparecidos durante los años más nefastos que el Perú recuerde, determinó con un gran nivel de precisión cuántos muertos y desaparecidos se cobró la violencia: 69 mil, entre los cuales el 70% fueron hablantes del quechua y otras lenguas indígenas. Al mismo tiempo logró un concienzudo análisis de las condiciones y las causas que nos condujeron a la barbarie y un recuento de las secuelas sociales, políticas, económicas y psicológicas que ésta nos dejó. Pero, sobre todo, el Informe Final de la CVR, vino a esclarecer unos hechos a un país que en su momento no pudo abstraerse de la vorágine y detenerse a comprender lo que le sucedía.
Lo ocurrido en la comunidad de Ucchuraccay es el ejemplo emblemático de la más profunda angustia y de las más absolutas perplejidad e indiferencia que los unos nos causan a los otros en este “territorio habitado”, que fue como Gonzáles Prada definió al Perú. Ucchuraccay reveló una buena parte de los prejuicios, de la voluntad de ignorancia y la falta de confianza en uno mismo para poder reconocerse en el otro, que nos habían conducido a la violencia.
Sucedió así: entre la segunda y tercera semana de enero de 1983 se supo que 25 militantes de Sendero Luminoso habían sido aniquilados a manos de los comuneros de las zonas altoandinas de Huanta; siete de ellos en las comunidades de Huaychao y Macabamba, y cinco en la comunidad de Ucchuraccay, contrayendo así, estos poblados, “una deuda de sangre con el Partido”. Pocos días antes había aterrizado un helicóptero militar en Uchuraccay para instar a los comuneros a atacar a cualquiera que se acercase a pie a la comunidad, garantizándoles que, en caso de que las fuerzas armadas llegaran, lo harían nuevamente por aire. El 31 de enero El Diario de Marka publicaría una entrevista al ucchuraccaíno Saturnino Ayala que repitió lo que los sinchis (la policía militar) dijeron a los pobladores: han venido en helicóptero y se han sentado en esa pata (morro) y nos han dicho “sáquenle los ojos, la lengua a la gente que no conocen, que son enemigos[2]”. La noticia apuntalaba la tesis de que las comunidades campesinas de Huanta estaban plantándole cara a Sendero Luminoso, cosa que fue saludada por el presidente Fernando Belaúnde Terry y por el comandante de la región político-militar de Ayacucho, el general Clemente Noel.

 

Periodistas

Sin saber a lo que se enfrentaban, ocho periodistas de diversos diarios decidieron viajar a la zona a enterarse de primera mano lo que sucedía. Eran Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez y Félix Gavilán de El Diario de Marka; Jorge Luis Mendívil y Willy Retto de El Observador; Jorge Sedano de La República; Amador García de la revista Oiga; y Octavio Infante del diario Noticias de Ayacucho. Tras días sin recibir noticias de ellos, se supo que junto a Juan Argumedo, su guía, y Severino Huáscar, un comunero de Uchuraccay, habían sido asesinados. Las muertes de los periodistas provocaron un gran revuelo en la prensa limeña, por lo que el gobierno de Belaúnde nombró una comisión investigadora de los hechos presidida por Mario Vargas Llosa e integrada por dos conocidos antropólogos: Juan Ossio y Fernando Fuenzalida. La Comisión rehizo la ruta seguida por los periodistas y llegó a la conclusión de que los comuneros de Ucchuraccay habían sido los  autores del crimen. Se había tratado de una terrible confusión. Los periodistas fueron tomados por militantes de Sendero Luminoso, y condenados a muerte luego de dos asambleas. Los ojos y las lenguas fueron sustraídas de los cadáveres, a los que se enterró apuradamente boca abajo en cuatro fosas a las afueras del pueblo.
Esto fue lo que sucedió con los periodistas; no era, sin embargo, toda la verdad. Al país entero le fue más fácil formular ficciones ideológicas, culturalistas o indigenistas, que investigar de lleno en los hechos y las condiciones que les dieron paso. Para los periódicos de izquierda resultó ideológicamente inconcebible que los comuneros de Ucchuraccay hubieran por ellos mismos matado a los periodistas. Lo mismo sucedió con los informes de Fuenzalida y Ossio, que coadyuvaron a la confusión  justificando las causas de lo ocurrido bajo una mirada culturalista que ocultó mucho más de lo que reveló. La prensa, y el propio Informe Vargas Llosa, acabaron sumiendo a este episodio emblemático de la violencia política, y con él al país entero, en el más terrible desconcierto.
Hay una cierta ironía en los hechos, pues el dato más desconcertante para todos resultó ser la presencia de individuos con vestimentas urbanas y relojes de pulsera en el momento y lugar del asesinato de los periodistas, tal como pudo observarse en las fotos que tomó uno de ellos antes de morir.
Para el periódico de tendencia marxista El Diario de Marka resultó prácticamente impensable que un comunero de Ucchuraccay se vistiera a la usanza urbana; le fue más fácil propalar la versión de que los comuneros habrían matado a los periodistas dirigidos por los sinchis, o que habían sido directamente los sinchis “los autores del crimen”, unos vestidos de paisano,  con ponchos que ocultaban sus botas militares, otros sin uniformes oficiales.
El Informe de la Comisión Vargas Llosa acertó con el relato de la historia en lo esencial: los militares no actuaron directamente en el asesinato de los periodistas, fueron los comuneros los asesinos. En cambio, patinó sobre rumores periodísticos y prejuicios indigenistas inversa aunque igualmente insólitos, como que si era posible que los comuneros de Ucchuraccay supiesen identificar una cámara de fotos, o pudiesen haber confundido las cámaras con rifles y pistolas, divagando escandalosamente sobre las posibles razones que llevaron a la comunidad a dar muerte, mutilar lenguas y ojos y enterrar boca abajo a los periodistas. Apoyándose en las explicaciones mágico-religiosas a las que apelaron los antropólogos, Vargas Llosa dijo que:

Desentierro de los cadáveres

“La brutalidad de las muertes […] no parece haberse debido, únicamente, al tipo de armas de que disponían los comuneros –huaracas, palos, piedras, hachas– y su rabia. Los antropólogos que asesoran a la comisión han encontrado ciertos indicios, por las características de las heridas sufridas por las víctimas y la manera como éstas fueron enterradas, de un crimen que, a la vez que político-social, pudo encerrar matices mágico-religiosos. Los ocho cadáveres fueron enterrados boca abajo, forma en que, en la mayor parte de las comunidades andinas, se sepulta tradicionalmente a quienes los comuneros consideran “diablos” o seres que en vida “hicieron pacto” con el espíritu del mal. (En los Andes el diablo suele ser asimilado a la imagen de un “foráneo”). […] De otro lado, casi todos los cadáveres presentan huellas de haber sido especialmente maltratados en la boca y en los ojos. Es también creencia extendida, en el mundo andino, que la víctima sacrificada debe ser privada de los ojos, para que no pueda reconocer a sus victimarios y de la lengua para que no pueda hablar y delatarlos, y que sus tobillos deban ser fracturados para que no pueda retornar a molestar a quienes le dieron muerte. Las lesiones de los cadáveres descritas por la autopsia apuntan a una cierta coincidencia con estas creencias[1]”.
Años después, los testimonios recogidos por la sección de Estudios en Profundidad de la Comisión de la Verdad y Reconciliación averiguó que varios comuneros de Uchuraccay habían migrado y vivido en Lima, de allí la vestimenta que algunos tenían puesta durante la masacre. A través del Informe Final se sabría que los muertos fueron enterrados así, no por oscuras razones místicas  o religiosas, sino por el apuro de la situación, y que posiblemente a los cadáveres les fueron mutilados la lengua y los ojos para dejar constancia de que los comuneros oían exactamente (y actuaban conforme a) lo que los sinchis del helicóptero les habían dicho. Las muertes del guía Juan Argumedo y del comunero uchuraccaíno Severino Huáscar –ambos asociados a la subversión– entonces indeterminadas por la Comisión Vargas Llosa, luego esclarecidas por la CVR, vino a confirmar que la comunidad estaba dejando un mensaje muy claro a los militares y a los subversivos:  defiéndannos, Uchuraccay de ninguna manera iba a aliarse a Sendero Luminoso.
Esto fue lo verdaderamente dramático de Ucchuraccay: los prejuicios indigenistas, culturalistas o directamente racistas de uno y otro bando ocultaron que los comuneros sabían desde un principio que Sendero regresaría a masacrarlos, a cobrarse la “deuda de sangre” que la comunidad contrajo al dar muerte a los cinco terroristas. Pero los sinchis que llegaron en helicóptero horas después, las autoridades que recibieron el Informe de la Comisión Vargas Llosa, y el poder judicial, que luego investigó el caso, no prestaron suficiente atención a este clamor. Lamentablemente sólo los terroristas comprendieron el mensaje. El resultado: 135 comuneros de una comunidad de 400 almas fueron masacrados en los meses subsiguientes. En 1987 todos los comuneros directamente implicados en la muerte de los periodistas habían sido asesinados; y para principios de los 90 Ucchuraccay había sido barrida del mapa por completo.
Este fue, a grandes rasgos, el tipo de trabajo y el tipo de dudas que realizó y absolvió la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Por más que congresistas conservadores como Rafael Rey cuestionaran la validez de los datos luego de la ceremonia de presentación del Informe, el desvelamiento de la verdad de los hechos fue el mayor mérito de la CVR. Sin lugar a dudas se trató de un éxito técnico: aunque pocos han leído el Informe Final completo, la verdad y los métodos utilizados para obtenerla goza de un saludable consenso. El Informe Final de la CVR es un testimonio amplio y detallado, a la vez veraz y macabro, de lo que sucedió al Perú en 20 años de violencia política.

La reconciliación: una ilusión ética y política
El Informe de la CVR es también el testimonio patético de lo que le sucedió a un país que entonces no pudo detener el baño de sangre y, ahora, no puede evitar cerrar los ojos ante su pasado más reciente. Es patético porque narra el capítulo más sangriento de la historia del Perú, y patético porque él, y otros variados esfuerzos, han quedado como una sombría ayuda-memoria para una clase política corrupta que no tiene el valor para desmontar las propias configuraciones y condiciones sociales que dieron paso a la violencia, y un espejo para una sociedad fragmentada que no se atreve a mirarse a sí misma.
Las desgarradoras imágenes de las audiencias públicas que se televisaron a nivel nacional y que mostraron a los comisionados, en representación del estado y la sociedad peruanos, asumiendo el dolor de las víctimas como si fuera el dolor de todos, pusieron en escena una reconciliación nacional más pretendida que real. Tuvimos una Comisión de la Verdad, hay un Informe fidedigno, un recuento de las víctimas impecable y una narración objetiva y exhaustiva de los más vergonzosos eventos de la violencia, pero la bomba política que los hizo posibles sigue activada.
Aunque la encarcelación de Alberto Fujimori, de su asesor presidencial Vladimiro Montesinos y del grupo paramilitar Colina, o, recientemente, la extradición del sub teniente Telmo Hurtado, responsable de la masacre de Accomarca[2], abran tímidamente algunas puertas a la esperanza; en términos políticos la CVR ha sido un fracaso. Lo es no directamente por sí misma, sino porque muchos de los políticos implicados en la violencia de aquellos años siguen ejerciendo el poder, como Alan García (nuestro actual presidente y presidente también entre 1985 y 1990), implicado en el bombardeo y la masacre de más de un centenar de presos, senderistas y delincuentes comunes, amotinados en la isla-penal de El Frontón en 1986. Lo es también porque, aún cuando entre las funciones de la CVR no se encontró la judicialización de los casos, gracias al Informe Final es bastante fácil determinar qué grado de responsabilidad tuvo quién ante el asesinato, desaparición y tortura de miles de peruanos. Sin embargo, lo más descorazonador es que la mayor parte de los  perpetradores siguen libres y sin juicio; entre ellos el general Clemente Noel, al mando de la región militar de Ayacucho cuando sucedió lo de Uchuraccay, o su sucesor, Wilfredo Mori, el responsable de más alto rango de la matanza de Accomarca, y entre ambos responsables del genocidio que diezmó a la población rural ayacuchana durante años.
¿Cabe imaginar a un caudillo como Alan García desmontando al APRA[3], a un militar como Humala o a un sindicato como el SUTEP[4] renunciando al estatismo socialista, a Keiko Fujimori desmarcándose consistentemente de su padre y, junto a su hermano Kenji, renunciando a formar una dinastía imperial japonesa? ¿Cabe imaginar a alguno de estos personajes de la clase política peruana renunciando a unas visiones mercantilistas con el estado, populistas con la sociedad, y fundamentalistas con la ideología neoliberal?
La respuesta está en lo ocurrido en Bagua, en junio de 2009. Durante los meses anteriores los dirigentes de AIDESEP[5] habían pujado por hacerse oír ante el Congreso de la República, protestando contra unas medidas que superponen lotes de explotación maderera y petrolera abiertos a las trasnacionales con los territorios de comunidades nativas que viven de la agricultura de subsistencia, la caza y la pesca. En junio de 2009, cansados de ser sistemáticamente ignorados por la burocracia estatal, un grupo de guerreros indígenas awajún, armados con lanzas, arcos y flechas y las caras pintadas, tomaron la Curva del Diablo, una sección de la carretera Marginal de la Selva que comunica a esta provincia del norte amazónico. Antes que apostar por el envío de un grupo de negociadores que aplacara el incendio y diese una salida pacífica a la crisis, el gobierno central ordenó el viaje desde Lima de un contingente de policías antimotines, que avivó el fuego y dio al conflicto una salida militar. El resultado oficial fue una batalla campal que saldó con la brutal muerte de 24 policías y de 10 indígenas; aunque extraoficialmente se rumorea de un grupo de ciudadanos awajún desaparecidos por las fuerzas armadas, con técnicas escandalosamente similares a  las que utilizaron los “sinchis” y el ejército con la población civil ayacuchana en los 80.
No cabe, pues, pensar en una clase política con la capacidad de refundar de una vez el desventajoso contrato social que rige a quienes fueron victimados por una violencia –subversiva y militar entonces, política y económica ahora– implacable, y mucho menos con la voluntad para transformar las condiciones que cedieron el paso a unos eventos que día a día, como en Bagua, amenazan con repetirse.

Como tampoco cabe imaginar a una sociedad responsable que valientemente se mira hacia adentro, que reconoce y transforma sus defectos e identifica y trabaja sobre sus virtudes. Otro ejemplo flagrante es el de la reciente exposición de la “Chalina de la Esperanza” en la Municipalidad de San Isidro, el distrito que es el corazón financiero del Perú y el que mayor renta per cápita y niveles educativos registra. Se trató de una  bufanda urdida a retazos por familiares de víctimas de la violencia; un homenaje a los más de quince mil peruanos desaparecidos, un llamado de atención sobre el escandaloso número de fosas sin exhumar (más de 4600) y un reconocimiento al dolor de los familiares, que el alcalde de San Isidro, el señor Antonio Meier (padre del actor de telenovelas Christian Meier),  censuró. La “Chalina de la Esperanza”, así como un slide show de fotografías que retratan a los personajes y a la época de la violencia, fueron retiradas de la exposición aduciendo que no eran aptas para niños.
¿Qué hubiera pasado –se preguntaron algunos por el Twitter, al día siguiente– si los desaparecidos y asesinados en los 80 y 90 fueran vecinos de San Isidro? ¿Se habría retirado la bufanda? ¿Se habría olvidado a los perpetradores de los crímenes? ¿Se habría negado a los familiares de las víctimas el reconocimiento que merecen? Es obvio que no. Es obvio que no se trata del gesto aislado de un alcalde trasnochado, es la actitud de toda una poderosa clase económica que sueña, todavía, con la aristocracia europea, incapaz y renuente a desligarse con consistencia de su pasado feudal.
Renovación, el partido al que este alcalde pertenece, está liderado por el reciente ministro del interior Rafael Rey, que fue el principal promotor de los decretos ley Nº 1097 y 1098: unas normas con las que se quiso hacer pasar por violaciones a los derechos humanos sólo a aquellos crímenes cometidos después del año 2000, un solapado esfuerzo por garantizar la impunidad de Alan García tras las elecciones del 2011.
Al mismo tiempo, Juan Luis Cipriani, cardenal de Lima y líder del Opus Dei –la secta a la que ambos, el alcalde y el ministro, están afiliados– fue quien, siendo obispo de Ayacucho, cerró las puertas de la iglesia a los familiares de los desaparecidos en el peor momento de sus vidas, o que, preguntado sobre el tema afirmó: “los derechos humanos, esa cojudez”.
Se trata de que el sector más poderoso e influyente de la sociedad peruana, el que más educación formal ha recibido, el que este alcalde trasnochado, este ministro y aquel cardenal abiertamente fascistas representan, se resiste sistemáticamente –cobardemente– a mirarse, y se reafirma en el inescrupuloso ejercicio de su poder sobre una sociedad que quiere olvidar lo más rápido posible lo que sucedió en los 80; una sociedad corrupta que, gracias a esa voluntad de ignorancia, silencio y olvido, en el 2006 optó por elegir a su líder entre dos presuntos violadores de los derechos humanos: nuestro ya referido presidente y Ollanta Humala, un ex militar implicado en la tortura y el asesinato de los esposos Natividad Ávila Rivera y Benigno Sulca Castro en el poblado de Madre Mía, donde, por retorcido que parezca, obtuvo el mayor porcentaje de los votos.
Tuvimos una Comisión de la Verdad, es cierto, hemos contado a nuestros muertos y reconocido a nuestros desaparecidos, también es cierto; pero nuestra más grande certeza es que, tras la ilusión del “milagro económico  peruano”, un mecanismo de relojería descuenta décadas, lustros, años y meses y sostiene en funciones al paradójico contrato social –mantiene activa la bomba de la política– que alguna vez nos condujo a la barbarie y al crimen.


[1] Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.

[2] Tomado del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Tomo V, Capítulo 2. En: http://www.cverdad.org.pe/ifinal/index.php . Comisión de entrega de la CVR. Lima. 2004: 157

[3] Ídem, pp: 112

[4] El 14 de agosto de 1985 dos patrullas de la compañía Lince, una de la base de Vilcashuamán y otra de San Pedro de Huaylla realizaron un operativo en la Quebrada de Huancayoc (distrito de Accomarca, provincia de Vilcashuamán, Ayacucho) con la finalidad de capturar a la “Compañía Accomarca”, una célula de Sendero Luminoso supuestamente al mando de una escuela de adoctrinamiento.  Las patrullas del ejército, comandadas por el teniente coronel Carlos Medina y dirigidas in situ por el mayor José Williams Zapata, el teniente Juan Rivera Rondón y el sub teniente Telmo Hurtado rodearon la Quebrada de Huancayoc, ingresaron a las casas y sacaron a patadas a hombres, mujeres y niños. Instantes después, luego de buscar infructuosamente propaganda subversiva, separaron a los hombres de las mujeres y los niños y prendieron fuego a la aldea. Varias mujeres y niñas fueron violadas sexualmente por los soldados, mientras los hombres de la localidad eran encerrados en una casa. Instantes después se vaciaron las cacerinas de las metralletas y se bombardeó con granadas de mano la  choza donde los hombres habían sido recluídos. A las tres de la tarde, consumada la masacre y luego de saquear las pocas cosas de valor entre los escombros,  las patrullas del ejército celebraron con alcohol su “valor y su bravura”. En total, 62 personas, entre ellas 26 niños, fueron asesinados por el ejército, aquel día en Huancayoc. Unos pobladores que lograron escapar atestiguaron la masacre desde los cerros aledaños y, al irse los militares, enterraron a sus familiares y paisanos. Tras las denuncias, varios testigos de la masacre son asesinados. El 8 de septiembre Brígida Pérez y su hijo Alejandro Baldeón son detenidos por una patrulla militar. Horas después se les encuentra muertos. El 9 de septiembre Martín Baldeón es también detenido y llevado a la base de Vilcashuamán. El 16, Paulina Pulido, que le llevaba alimentos a diario, también es detenida. Ambos desaparecen. El 13 de septiembre una comisión investigadora del senado llega a Accomarca. Encuentra a una patrulla militar apostada en los cerros y a 5 pobladores asesinados a tiros en el cementerio. Los altos mandos militares defienden de la investigación a los oficiales implicados llamándolos “defensores de la sociedad peruana” y “luchadores por la democracia”. El presidente Alan García declara: “defenderé a las fuerzas armadas contra la demagogia de los traficantes de cadáveres”. En 1987 todos los acusados son absueltos de homocidio calificado. En 1992 un consejo de guerra condena a Hurtado a 6 años de prisión por “abuso de autoridad”. En 1994 es absuelto por las leyes de amnistía dictadas por Fujimori.

[5] Alianza Popular Revolucionaria Americana. Principal partido político del Perú, fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre en los años 20. Fue socialista en sus orígenes, populista y oportunista en su actual práctica política. A lo largo de su historia ha mantenido una organización y una disciplina internas de profundos rasgos fascistas y autoritarios que, dado el caso no ha dudado en imponer al resto de la sociedad.

[6] Sindicado Único de Trabajadores en la Educación del Perú. Es uno de los pocos  sindicatos (tal vez el más fuerte) que quedaron en pie en el Perú tras la reforma neoliberal de Fujimori.

[7] Asociación Interétnica para el Desarrollo de la Selva Peruana, una activa federación de federaciones de comunidades nativas abocada a la defensa de los territorios y los derechos de los indígenas en el Perú.

Información adicional

  • Publicado originalmente en:: Gabriel Arriarán
  • Biografía: Ha realizado estudios de antropología en la Pontificia Universidad Católica del Perú, el London School of Economics y la Universidad de Barcelona. Ha vivido en ciudades como Lima, Houston, Madrid, Múnich y Londres. Desde el 2007, gracias a una beca MAE-AECI, reside en Barcelona. Ese mismo año abandonó la práctica de las ciencias sociales para decantarse definitivamente hacia la literatura. Está por publicar un libro sobre José María Arguedas titulado Un escritor de culto. Administra el blog: http://lasaficionesdelvaron.blogspot.com
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